Aguascalientes, tierra bendita, donde un mundo infame acababa y otro, libre y lleno de oportunidades, comenzaba. Nada estaba escrito. Nada se conocía. Aguascalientes, principio y fin de razas viejas, sabias, que no pretendían de ningún modo pasar a la posteridad, a la historia, simplemente, seguir existiendo, día a día, en el viaje a ninguna parte que es la vida. El eterno viaje en el que nos perdemos todos, del que nunca se vuelve. Indios, mestizos, españoles, todos devorados por el insaciable Altísimo. Inmisericorde, altivo, injusto, despiadado. ¿Griego, azteca...? ¡Pobres chichimecas! ¿Afortunados? Nada de eso se planteaban, con dificultad vivían. ¿Felices? Tampoco. Simplemente, hombres. Y al final, ¿qué resta? Parafraseando al iluminado vate: polvo son, mas su vida tuvo sentido; polvo son, mas polvo enamorado. Amémoslos como si de nosotros mismos se tratase. Ésa será nuestra venganza.
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